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Kuala Lumpur, segunda vuelta

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Dicen que la vida se basa en los complementos, que las segundas partes son mejores, que es en la re-experiencia donde las cosas alcanzan su sentido. A fin de cuentas todo se reduce a un método binario, de a dos. El universo, también, se estructura en diadas dicotómicas: día-noche, invierno-verano, sol-luna.

La memoria e incluso la temporalidad parecen funcionar con la lógica de las “segundas vueltas”. Hace rato que dejamos de pensar la temporalidad como algo lineal. Ya no somos hechos que se suceden en el tiempo y se alínean en algo que podemos llamar historia y que sólo crece hacia delante. Somos las ideas y vueltas, muchas veces somos más las “vueltas” que las idas. Somos seres cronológicos, desde ya. Pero lo nuestro es una temporalidad retrospectiva. La memoria hace rato que dejo de ser un archivo comparable a la memoria RAM de un ordenador. Los viajes son la prueba de eso. De lo subjetivo y humanos que somos, en el tiempo y en la memoria.

Pero necesitamos pruebas fácticas para demostrarlo. Las palabras bonitas no alcanzan. Kuala Lumpur fue, para nosotros, la prueba necesaria para afirmar esto. Galeano tenia razón: no estamos hechos de átomos sino de historias.

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En Malasia ya habíamos estado, justamente hace dos años. Estuvimos en enero del 2014 y nunca habíamos escrito nada sobre el país. Un poco por falta de tiempo, otro por falta de motivación. Malasia quedó encuadrada por haber sido el país que viajamos con la familia, que tomamos mate y que jugábamos a las cartas en la playa mientras comíamos alfajores de Havanna. Quizá por eso no nos dejamos llevar por nuestros papeles de viajeros que escriben lo que viven. Malasia sólo había sido la excusa para el encuentro.

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Nos fuimos con gusto a poco. Ni la cultura, la comida ni la historia nos había “volado la cabeza”. Era sólo un país más con mucha capacidad económica en el sureste de Asia. Eso y la convivencia de chinos, indios y musulmanes. Kuala Lumpur no estaba en la lista de capitales favoritas ni mucho menos. Pero el destino (y las compañías aéreas low cost) quiso que volvamos.

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Llegamos a Malasia a dedo desde Bangkok (Tailandia) y nuestra primer noche la pasamos en el living de una familia malaya que nos levantó en la ruta. Rápidamente nos dimos cuenta que había una dimensión del país que no conocíamos, que no habíamos visto en nuestra anterior visita: la hospitalidad.

A Kuala Lumpur también llegamos a dedo. Nos levantaron dos amigos que volvían de pescar y nos dejaron en una estación de tren en las afueras de la ciudad. Lo primero que hicimos fue buscar en el mapa en que estación nos convenía bajar. Dos años que no veíamos un mapa de Kuala Lumpur y fácilmente nos ubicamos. El dedo índice marcó KL Sentral (la terminal dónde coinciden todos los trenes y autobuses urbanos) y en una línea recta hacia el noroeste señaló KLCC, el parque dónde las Torres Petronas vigilan lo que pasa en la ciudad. Los nombres de las estaciones no nos eran conocidos ni los recordabamos, pero sacamos dos tickets a “Pudu”. Era la que nos dejaba más cerca.

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¿A dónde llegamos? A una esquina que cruzamos una y mil veces. La esquina de dónde salió el micro a Cameroon Highlands, la esquina que teníamos que cruzar para ir a cenar al Central Market, la esquina del semáforo que no funcionaba (y que ahora seguía sin hacerlo) ¿Qué la memoria no es subjetiva?

Conservábamos un mapa de la ciudad que ya no se correspondía con los nombres de las calles ni con los sitios de interés al turistas. Sólo recordábamos (y reconocíamos) la esquina dónde servían comida pakistaní, el lugar donde compramos tres pares de medias por dos ringgit. Increíblemente caminamos con demasiada soltura por la ciudad. Increíble, porque habían pasado dos años y nunca más habíamos vuelto a pensar en ella. Ni siquiera volvimos a ver las fotos.

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¿Qué los mapas son estáticos? ¿Qué las ciudades nos son indiferentes? En nuestra primera visita habíamos pasado menos de una semana en Kuala Lumpur pero el mapa de la ciudad seguía vigente en nuestra memoria. Mapa subjetivo, por supuesto. Pero a la vez, la ciudad nos era extraña en cierto modo. Quizá porque no estaban Mariana y Carlos para comentar lo que veíamos, o quizá porque ahora reparábamos en detalles que en nuestra primera visita pasaron desapercibos. El China Town no nos parecía tan chino, sólo una versión local de Khao San Road de Bangkok. A su vez nos parecía una gran metrópolis multicultural pero con aires de pueblo. Pasábamos de caminar por una avenida repleta de rascacielos y tiendas Gucci a caminar por callejones dónde los indios jugaban a las cartas mientras mastican betel y escupían saliva roja.

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Todos hablan de la convivencia étnica en Malasia y en Kuala Lumpur en particular. Es lo que más llama la atención de la ciudad: Indios malayos, chinos malayos y musulmanes malayos conviven e, incluso, trabajan juntos. Cada grupo tiene sus propios templos, su propio barrio y sus propios lugares de comida típica. Comida halal para algunos, currys vegetarianos para otros y cualquier ser vivo que se pueda comer para los chinos. Unos comen con las manos, otros con palitos y otros deben lavarse con agua fresca varias veces al día. Creen en dioses distintos pero conviven. Aunque no tengan nada en común. Conviven pero no comparten. No hay disturbios pero no hay intercambio.

La mezquita nacional

La mezquita nacional

En nuestra segunda oportunidad para descubrir Kuala Lumpur decidimos comenzar a dudar de las afirmaciones axiomáticas que leemos por ahí y nos tomamos el trabajo de comenzar a preguntarle a cada persona sobre la convivencia étnica. Todos coinciden en que está todo bien pero ningún chino cena en el lugar de comida musulmana, ni ningún indio se atreve a los palitos.

Kuala Lumpur-3

Dioses hindúes

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Las segundan vueltas permiten ordenar ideas y avanzar un poco más. En cierto modo somos espirales que nos vamos moviendo en sentido ascendente. Más de una vez vamos a pasar por el mismo lugar, la forma así lo obliga pero en cada vuelta conquistamos un nuevo punto de vista. Enriquecedor, por cierto.

Complemento, dualidad, plenitud. Llamémoslo como queramos. Pero nunca demos nada por hecho. Las segundas vueltas pueden cambiar todo.

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