“Buena parte de los viajes se componen de esperas o retrasos”
Paul Theroux
A las 6 am suena el despertador. Por la ventana, que no tiene cortinas, vemos que aún es de noche. Siberia ya quedó atrás. Estamos en nuestra última habitación de Rusia, en Ulan Ude. Llegamos unos días atrás luego de habernos maravillado con el Lago Baikal.
Ulan Ude es la capital de la República de Buriatia, una provincia del este de Rusia que comienza en la costa oeste del Lago Baikal y termina en lo que llaman el “lejano este” ruso cerca del mar de Japón. Debajo de esta región está Mongolia y hacia allá vamos.
La ciudad de Ulan Ude no es la gran cosa. Es otra gran ciudad soviética pero con el orgullo de contar con la cabeza de Lenin más grande del mundo. Pero la principal diferencia está en los rasgos de sus habitantes. Ya no son los típicos rubios altos, de ojos claros que parecen espías de la KGB. Acá los rostros son más morochos y los ojos, más achinados. Los buriatas eran nómadas y su cultura tiene más que ver con Mongolia que con Moscú. Son budistas en su mayoría y aún mantienen su propio dialecto.
Tras un desayuno de huevos, queso y pan nos dispusimos a abandonar Rusia tras una estadía de casi tres meses. Dejamos el país con la sensación de querer volver pronto. Hacía frío. Nos tomamos un colectivo para abandonar la ciudad, bajarnos en la ruta y comenzar a hacer dedo desde ahí. Con nuestro poco ruso no logramos explicarnos, nos pasamos y terminamos visitando un monasterio budista repleto de monjes, estupas, cabezas rapadas y túnicas color azafrán. Emprendimos el camino de regreso.
Cómo ya es costumbre en Rusia, a los pocos minutos para el primer auto. Un camionero joven en un camión destartalado. Avanzamos con él unos 100 kilómetros. Va despacio pero constante. Cada 5 kilómetros abre la ventana y arroja monedas, agua o semillas. Luego junta las manos y dice algo. Suponemos que se trata de alguna ofrenda.
Llegamos a una ciudad industrial dónde el cielo se vuelve gris y espeso. Ahí nos deja. Caminamos un poco más y le hacemos señas a un auto. Para una 4×4 negra con vidrios polarizados. Un tipo de Siria y se iba de caza, o eso supusimos al ver cuatro escopetas, comida en lata, botellas de vodka, una carpa y oír algún animal vivo en el baúl. Nos hubiese gustado hablar un poco más con él y conocer su historia. Extrañamente no nos dio miedo.
Sólo faltan 100 kilómetros hasta la frontera y la vista cambió completamente. De los espesos bosques de Siberia pasamos a un paisaje mucho más desértico y desolado. A lo lejos se veían pequeñas montañas. Del otro lado estaba Mongolia. Necesitábamos un auto para llegar a la frontera y, sí éramos más pretenciosos, que cruce y termine su recorrido en Ulán Bator. Con suerte en 6 horas ya estaríamos en la capital mongola.
Paró el tercer auto. Un policía y un muchacho, quizá el hijo o el vecino. Van al pueblo de la frontera. No pueden ir a otro lado, en el medio no hay nada. Hacemos con ellos los últimos tramo en silencio. Quizá era la nostalgia de dejar Rusia. El auto nos deja en la entrada al pueblo, la frontera está a 11 kilómetros. Es mucho para caminarlo con las mochilas y ya estamos cerca del mediodía. Decidimos esperar otro auto más. Más que autos lo que pasaron fueron las horas. Sólo pasaron 3 o 4 autos en varias horas. El primero quería plata, el segundo nos saludo, el tercero paró. Eran dos mongoles y tenían el auto repleto de galletitas. Por señas entendemos que van a dejar las galletitas por ahí cerca y que vuelven por nosotros en unos minutos y nos vamos los 4 a Ulán Bator. Festejamos.
Nunca más volvieron. Finalmente pasa otro auto. Un matrimonio ruso con su perro. Nos dejan en la frontera y nos desean suerte. Se alejan preocupados.
Sabíamos que esta frontera no la podemos cruzar caminando. Sí o sí necesitamos que algún auto nos cruce. El oficial nos dice que preguntemos a los autos o que llamemos a algún taxi. No había autos y no había taxis. Sólo un chico que de casualidad hablaba inglés y que estaba esperando a un amigo para ir juntos para Siberia. Al rato comienzan a llegar varios autos mongoles y somos varios los interesados en que nos lleven del otro lado. Ellos tienen más ventaja: pueden comunicarse.
El chico nos comienza a ayudar. Se acerca a una camioneta y les cuenta nuestra situación. Nosotros saludamos y sonreímos. En el auto iba un hombre con su mujer. Está dice que no y sube la ventanilla. Al rato la baja de nuevo y nos pregunta de dónde somos. Al escuchar Argentina, dice Maradona unas cuantas veces y nos hace un lugar en el auto. En el asiento de atrás iba su hermana entre cajas de leche, huevos, pan, fideos, frazadas, galletitas y cuchillos ilegales. Una vez por mes cruzan a Rusia para abastecerse de mercadería. En Mongolia es más cara y de peor calidad. Nos costó creerles pero luego comprobamos que era verdad.
Cruzar la frontera fue un idilio. Revisaron todo el vehículo y pidieron declaración por cada pote de mermelada. Nos hicieron pasar a nosotros y al auto por un scanner y nos gritaban como si fuésemos ganado. Demoramos horas. Fue la burocracia fronteriza más violenta que vivimos. Entre tantas horas de espera le preguntamos a la familia a dónde iban. Iban a la única gran ciudad de Mongolia: Ulán Bator. Cómo podemos tratamos de preguntarles si podemos ir con ellos. La señora llama a su hija que habla inglés porque no nos entiende. La hija nos dice que elijamos si queremos que nos dejen en la estaciones de colectivos o de trenes para tomar algo hasta Ulan Bator. Le explicamos que viajamos a dedo y que sería genial ir con su familia y los tarros de mayonesa a la ciudad. Nos dice que sí. Festejamos de nuevo. Ya no nos importa seguir perdiendo horas en la frontera, teníamos dos lugares a Ulán Bator. Finalmente a las 18 pisamos el suelo mongol. Nos dimos un beso para festejar. Extrañamente la familia pone balizas y nos despide afectuosamente. ¿No era que íbamos los 5 más los huevos a Ulan Bator? ¿Qué podíamos decirles? Los saludamos y nos bajamos.
Calles de polvo, taxistas oportunistas, casas de cambio improvisadas y un sol que en cualquier momento desaparecía. El panorama era desolador. Comenzamos a caminar y a parar a los autos que pasaban. La mayoría eran 4×4 importadas que lo único que hacían eran tirarnos más polvo del que teníamos encima. Pronto descubriríamos que el polvo sería nuestro fiel compañero en Mongolia.
Para un auto. Un tipo con su familia. Nos pregunta cuánto pagamos por el viaje. Ulán Bator está sólo a 400 km pero da la sensación de estar a miles de kilómetros. Parecía inalcanzable. No estábamos tan equivocados.
Seguimos caminando, para otro auto. Lo habíamos visto en la frontera. También tenia huevos. Se ve que en Mongolia no abundan las gallinas. Va al siguiente pueblo, a unos 20 km. En ese mismo auto presenciamos uno de los atardeceres más increíbles que hayamos visto. Un sol naranja se escondía detrás de unas colinas abultadas con una gran extensión de pasto y alguna que otra gran carpa blanca de forma circular (los mongoles las llaman ger). Caballos, ovejas y cabras completaban el escenario. Era una paisaje increíble. Mi retina todavía palpita cuando lo recuerdo. En el auto sonaba música instrumental mongola. Ahí vimos de lejos el infinito Desierto de Gobi.
Aún quedan pocos minutos de luz. Queremos irnos. Por nada del mundo queremos dormir en ese pueblo. Hacemos dedo. Pasan algunos autos y todos preguntan cuánto pagamos. Se debió haber corrido la voz en el pueblo de que hay dos viajeros parando autos porque llegamos a tener una fila de 5 autos preguntando cuánto pagamos. Algunos nos hacían descuento y otros estaban demasiados borrachos.
Si bien viajar a dedo nos ayuda a reducir el presupuesto no queremos generar lazos comerciales ni mercantilizar el encuentro con los otros. No vamos a pagar por hacer dedo, está decidido. No tenemos muchas opciones y ya es casi de noche. Volvemos al pueblo y esperamos conseguir algún tren nocturno a Ulán Bator. Estábamos muy cansados y enojados (ya no recordamos si con nosotros o con la situación). Por suerte, en unas horas salía un tren. Mientras siguieron ofreciéndose taxistas y casas de cambio improvisadas en el momento.
Queremos comer algo. Siendo casi las 20, lo último que comimos fueron los huevos del desayuno. Quizá por eso nuestro mal humor.
Fuera de la estación de tren no había luces. Intuitivamente cruzamos la calle y vemos un cartel que dice “-RANT”. Suponemos que es la única parte que funciona de un cartel que debe decir restaurant. No hay luces, no hay gente, no hay ni perros callejeros. En la oscuridad absoluta encontramos la puerta del –rant. Es horrible. Huele mal, los manteles de plástico tienen manchas de grasas más viejas que nosotros, las paredes son de un machimbre apolillado y el piso supo ser una alfombra en los ’90. Así y todo era el mejor lugar del pueblo, o eso imaginamos al ver al comisario y su comitiva cenar ahí.
Vale decir que habitualmente solemos comer en lugares de poca monta y poco lujo pero este está particularmente espantoso.
El menú, también pegajoso, tenia fotos. Nos ayudó a la hora de pedir algo ya que del idioma mongol aún no teniamos ninguna noción. Pedimos dos platos distintos. Quizá nos expresamos mal o la chica anotó mal el pedido pero los dos platos tenían el mismo mal gusto: grasa pura. Luego descubrimos que en Mongolia todo tiene el mismo gusto a grasa y carne con sangre. No hay opciones vegetarianas. Los platos son carne (de vaca, de caballo, de camellos o de oveja) frita o hervida. No hay acompañamiento, ni ensalada, ni nada. Y si por casualidad uno encuentra algo que puede llegar a estar bueno seguramente le agregaran una cucharada de carne con grasa para arruinarlo por completo. No usan sal, ni cebollita de verdeo ni ají morrón. Ni siquiera la carne tiene preparación por eso el gusto a sangre tan fuerte. Luego entenderíamos que la poca y mala gastronomía se desprende de las malas condiciones que abundan en el país.
Sin haber podido terminar los platos y con un gusto a grasa en las gargantas volvimos a la oscuridad y a la estación de tren. El viaje no fue mejor que el resto del día. Viajamos con borrachos, niños que vomitaban y mongoles que gritaban a más no poder.
A las 6 am, 24 horas después suena el despertador de nuevo. Nos olvidamos de desactivarlo. Menos mal porque a los lejos se empezaban a ver las primeras luces de Ulan Bator, una capital con pinta de pueblo que aún dormía.
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