Eran las cuatro de la mañana, no había señales del amanecer ni tampoco del barco carguero que cruzaría el mar Caspio para llevarnos de Kazajistán a Azerbaiyán. Estábamos sentados en el puerto de Aktaú, en la intemperie y en unas sillas improvisadas tomando un té con un joven bielorruso y un viejo turco, conductor de un camión que también estaba esperando para cruzar. Nos perdimos la mitad de la conversación, un poco porque era en ruso, otro poco por el sueño.
Sabíamos que los barcos que cruzan el mar Caspio eran impuntuales, pero imaginamos que podíamos esperar ya a bordo, durmiendo, o en algún cómodo sillón. Pero no, todo está pensado para camioneros. No es un barco de pasajeros. Los camioneros duermen en sus camiones, que son como sus casas donde llevan desde cocina hasta un DVD portátil. Nosotros quedamos a merced de la noche, como el bielorruso. Él tenía la ventaja de poder hablar ruso con los kazajos, pero nosotros, también, teníamos nuestra ventaja. Él no tenía ticket, nosotros sí.
Recién a las cinco de la mañana llegó el barco. Hicimos migraciones, nos despedimos del bielorruso con la esperanza de verlo arriba del barco y nos metimos en un camarote caluroso para tratar de dormir un poco. Dormimos hasta que casi nos tiraron la puerta abajo para avisarnos que estaba el desayuno. En el medio, había pasado sólo dos horas.
Era un barco que incluía todas las comidas pero lejos estaba de ser un crucero de lujo. Si bien teníamos un camarote para nosotros solos, era precario. El óxido era el principal protagonista de todo. En total éramos alrededor de veinte pasajeros. Dieciséis camioneros turcos, una pareja de franceses y nosotros (el bielorruso finalmente no subió). Lo curioso es que con los únicos que compartíamos un idioma común era con los franceses, pero fue con quienes menos nos comunicamos.
Las comidas eran sosas, pero las señoras que la servían eran amables. El mayor pasatiempo de los pasajeros era tomar té, jugar a las cartas y fumar. El nuestro pasear por la cubierta, mirar el horizonte y leer.
Para ser sinceros, el camino más fácil para llegar a Azerbaiyán hubiese sido haberse tomado el avión, pero nos inclinamos por otra opción un poco más lenta: cruzar desde Kazajistán a Azerbaiyán en barco. A fin de cuentas, se trata de un medio de transporte que está en peligro de extinción. Los barcos se van dejando de usar. Todo por la necesidad de ser modernos.
El último barco que nos habíamos tomado fue rumbo las Islas Andamán. En total, cinco días en el Océano Índico marcados por la rutina. Horario de lectura, de comida, de escritura, de más comida, de charlas, de cartas. Mientras eso transcurría sentía estar viviendo la muerte de un medio de transporte. Los barcos para pasajeros van a desaparecer a excepción de los lujosos cruceros.
Por eso, cuando surgió la posibilidad de ir en barco hasta a Azerbaiyán no lo dudé, le insistí a Ludmila y me dispuse a disfrutar de uno de los placeres que se nos priva bastante. Uno de los mayores lujos del barco es disponer de tiempo para dejar que la mente fantaseé y nos lleve por viejos recuerdos y nuevas ideas. Una especie de meditación en altamar para curar los dolores del alma. Una cura simple pero que nadie tiene tiempo de practicarla.
Fue un viaje corto, de 30 horas, pero sirvió para sentir el viento en la cara, ver las gaviotas volar y pensar en lo que todavía queda del viaje.
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